Por Mario Luis Fuentes.
Camila era una niña con sólo ocho años de edad. Fue encontrada muerta a un costado de la carretera Taxco Cuernavaca. Datos preliminares de la autopsia revelan que le fue quitada la vida por estrangulamiento. Se trata de un homicidio que tuvo como evento previo el secuestro de la menor, perpetrado al parecer por personas que eran conocidas de su familia y que la habían invitado a jugar en su casa.
Lo que vino después fue una marea de violencia que derivó en el linchamiento de tres personas, dos de las cuales perdieron la vida debido a los golpes que recibieron por una turba enardecida. Con anterioridad he afirmado que el linchamiento es el resultado de una serie de eventos en los que aparentemente se condensan profundos procesos de violencia, injusticias y sentimientos de inseguridad que llevan a las personas a la ejecución de la venganza, con igual o mayor furia que la de los hechos que se atribuyen a las personas que resultan ejecutadas.
Lo ocurrido en Taxco debe sin embargo ponerse en contexto. Se trata de un municipio con graves problemas de inseguridad. El pasado 15 de febrero, el alcalde del municipio fue atacado a balazos; en el evento, el edil logró salvar la vida; sin embargo, falleció uno de los agentes que custodiaban al funcionario, así como uno de los agresores.
Ya antes también en esa demarcación había habido fuertes señalamientos debido a que ante la crisis de inseguridad y violencia que se detonaron en la cabecera municipal, el alcalde simuló estar en ella, cuando al parecer se encontraba en un evento de promoción turística en Europa.
No se cuenta con un conteo preciso del número de linchamientos e intentos de linchamientos en el país, pues de inicio, no existe una metodología consensada para definir cuándo se puede hablar con propiedad de un linchamiento, es decir, si el criterio es la muerte de las personas agredidas, o si puede asumirse que la agresión física perpetrada por una multitud, independientemente del resultado, califica como tal. Aún con lo anterior, Raúl Rodríguez y Norma Ilse Veloz, ambos investigadores de la UAM Azcapotzalco, publicaron recientemente un artículo en el que documentan que, entre los años 2016 y 2022, se han registrado al menos 1,619 casos de linchamiento, tanto consumados como en la modalidad de tentativa.
He afirmado igualmente con anterioridad, que cada ocasión que se registra un linchamiento, puede establecerse un paralelismo con el lenguaje médico y hablarse de un “infarto social”; es decir, se trata de un evento donde todo el mundo institucional colapsa y se derruyen todos los límites sociales. De una aún frágil convivencia social civilizada, se da un paso inmediato a la barbarie, al predominio del ejercicio de la violencia, pues todos los límites se desbordan.
Las imágenes que se difundieron vía redes sociales, muestran no sólo el nivel de enojo y furia de la muchedumbre. No bastó golpear hasta el cansancio a la mujer acusada del asesinato de Camila, sino que se le humilló y se le vejó sin límites. El cuerpo desnudo, inerte, fue una y otra vez maltratado sin piedad, al unísono de los gritos que le señalaban que merecía eso y más.
Habrá quien piense que tales actos son justificados. Pero no es así. Nadie puede ni debe hacerse justicia por propia mano. Eso está plasmado en la Constitución, pero constituye uno de los principios elementales del orden social civilizado. Aquí el problema es que ese orden está fracturado, pues las instituciones de seguridad pública no funcionan, y tan es así que incluso la turba fue capaz de bajar de una patrulla a la mujer que ya había sido recuperada de la multitud por agentes de seguridad pública.
Linchamientos: injusticia y violencia | Artículo de Mario Luis Fuentes
Este evento muestra además la incapacidad de las autoridades de actuar e intervenir con base en el principio del interés superior de la niñez. Porque, a decir de las y los familiares de Camila, se negaron a actuar con la celeridad que implicaba el caso. Lo cual responde precisamente a la deficiente capacitación, pero también a una estructura institucional que no está diseñada bajo criterios y estándares internacionales de derechos humanos para actuar a favor de niñas y niños cuya integridad y vida están en riesgo.
En México, así ha sido documentado en el Índice de los Derechos de la Niñez Mexicana, la tasa de homicidios de menores de 18 años es prácticamente del triple de la tasa de feminicidios. Y ese es otro de los elementos que está en el fondo como contexto de esta oprobiosa situación, pues también es cierto que estamos en medio de una sociedad agraviada por la violencia contra las mujeres, pero también en contra de las infancias.
De ninguna manera puede suponerse que el artero y cruel asesinato de Camila es una justificación o una atenuante del horror que se desató en Taxco. Antes bien, debe ser tomada como otra más de las múltiples alertas que tenemos en el país respecto de que el clima de violencia debe parar; y que la lógica de la impunidad debe ser erradicada de una vez por todas de nuestra sociedad. Porque los secuestradores y asesinos de Camila actuaron seguramente bajo la idea de que saldrían impunes de su crimen; y quienes les lincharon lo hicieron muy probablemente bajo el mismo supuesto: “si no pasa nada, entonces podemos matarlos”.
Vivimos en la sociedad de la indefensión y el temor; porque la siguiente víctima puede ser prácticamente cualquiera. Por ello debemos romper con los ciclos de la injusticia, de la impunidad y de la maldad. Porque lo que ocurrió en Taxco rebasa los límites de lo incomprensible; y entra definitivamente en los terrenos del mal radical. Ese que debemos ser capaces de rechazar, prevenir y evitar.